Intento Frustrado



Mi amigo inauguraba su nuevo negocio, y fui gentilmente invitada a la fiesta de apertura. Bocadito va, saladito viene, cervecita va, champancito vuelve, la fiesta terminó, y mi amigo, impugnando las voces perversas de quienes dicen que es un miserable, me regaló un baucher para hacer uso de las instalaciones de su…”gimnasio modelo”.

Con esa firmeza de carácter que tanto me define, pensé…-¡quién mejor que esta “gordita” para demostrar que todo es posible en las trincheras! ¡ Guerra a los kilos!... ¡A destrozar las máquinas!

Así fue que una mañana decidí formar parte de la legión de mujeres que airosas, luchan con dignidad por la forma de su cuerpo, en mi caso, corrompida en el abismo de la lujuria de los alfajores de chocolate, bombones de chocolate, dulce de chocolate, chocolate en barra, en rama, en taza, en contenedores… Fiel a mi estilo, que por supuesto no es Chanel, preparé el equipo de gimnasia.

1. Una remera talle “súper-talle”, que me cubría desde el cuello hasta los tobillos a modo de corteza tubular.

2. Un pantalón corto, que visto al revés podría confundirse, fácilmente, con una gorra para elefantes.

3. Un par de medias blancas que se perdían en los tobillos de patizamba que, de intentar una coreografía, solo podían interpretar …“Danza con hipopótamos”.

4. Y las zapatillas…pulcras y grandes como canoas listas a cruzar la parte más ancha del Río de la Plata.

Llegué radiante, convencida que la invitación era para usar esas máquinas milagrosas en las que caminás kilómetros sin moverte un centímetro, o escalás el Aconcagua sin trepar un centímetro, y en mi mente rondaba, confieso, la fantasía de una cintura de avispa, hombros erguidos y bien formados, muslos firmes, caderas reducidas…y entré como caballo desbocado, pero feliz.

Al llegar a la mesa de entradas, parada con mi equipo de gimnasia frente a esa niña delgada, pero con cara de perro rabioso, mi felicidad se esfumó como el humo de un cigarrillo; la invitación era, solamente, para una clase de Tae-bo. Llegué a una conclusión, cierta y dramática…mi amigo es un tacaño. Pero como soy una mujer resuelta, decidí quedarme.

Entré al salón, enorme, con una de sus paredes cubierta de espejos…y me dejé llevar por la vida. Tenía que motivar mi faceta agresiva, y me puse a recordar; divorcio, opositores políticos, corralitos, billeteras al borde del colapso…en fin…comencé a moverme, suavemente al principio, un poco más fuerte después.

El ánimo ganaba terreno y el cuerpo agitación. Me deslizaba de un lado al otro, me gustaba esa energía, y para mejorar mi concentración, me miré en el epejo… Era Karadagián bailando el lago de los cisnes. No podía coordinar los movimientos. Cuando la coreografía pugilística indicaba ir hacia delante, yo ponía marcha atrás. Golpe a la izquierda, yo a la derecha. Un pasito para atrás, y yo ponía primera a fondo, siempre pa´lante.

Sumergida en el delirio febril del deporte,colisionaba con otra novata que tenía a mi lado, pero que a diferencia de quien les cuenta esta historia, pesaba cincuenta y cinco kilos. Éramos la imagen viva de la bella y la bestia… ella era la bella.

Habían pasado veinte minutos desde el comienzo de la clase, y el agotamiento no me dejaba razonar. Advertido del abandono casi inminente, el profesor se me acercó, tratando de ordenar mis movimientos, o de ponerle un rumbo a ese momento de mi existencia, notoriamente descarriado... y golpe va, golpe viene, di, de pleno, y de plano, en el pómulo del hombre. Un sopapo violento, exacto, seco… profundo.

¡Pobre tipo!... ¡Casi lo mato!... No fueron suficientes todas las disculpas que ensayé; estaba alterado, con la sangre en el ojo; lo noté por el temblor de su párpado derecho. Temblor que nada tenía que ver con mi derechazo, porque yo coloqué el gancho en el pómulo izquierdo. Un buen pedazo de cuadril hubiese mitigado las consecuencias del revés, pero no veía una carnicería cerca.

A esa altura de las circunstancias, retirarme del cuadrilátero hubiese resultado una determinación sabia, pero como el desafío es mi pasión, resolví quedarme. La clase duró una hora, pero el ritmo vertiginoso del comienzo había declinado considerablemente. Lo que marcaba una dirección inversa a mi estado de ánimo, era el ojo del profe, que a al final de la rutina estaba notoriamente deformado. El hematoma en un  ojo, y el tic nervioso en el otro, puso de manifiesto los síntomas de esa enfermedad terrible que se llama MARISMO… un ojo para el carajo y el otro lo mismo. La presión arterial del hombre estaba al tope, pero la mía no tenía nada que envidiarle; mi cara estaba al rojo vivo, como chimenea de vapor a punto de estallar.

Una ducha de agua fresca me hizo regresar al mundo de los vivos; me sacó, literalmente, del infarto final. Bueno, no queda mucho por contar, excepto que esa fue mi primera, única, última práctica pugilística.

Cris

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